miércoles, 5 de noviembre de 2014

LA CANTERA DE MÁRMOL DE LOS LOSARES


Pedro Diego Gil López

 Hoy me he levantado temprano con el deseo de caminar. Aún soñoliento, salgo a la calle y el frescor que dejó la noche me despierta poco a poco. La luz tenue de la mañana ilumina un entorno que parece recién creado. La Atalaya cercana aparece encapotada por una suave niebla que la viste de montaña inaccesible. El perfil de los tejados se alarga, las calles vacías se retuercen, las esquinas, las baldosas y el asfalto se convierte en señales, hasta que emboco en la cuesta que conduce al puente Hierro. Saludo al eucalipto que custodia el paso y cruzo este puente sobre el río Segura, y el puente que le sigue, el de Los nueve ojos que salva las huertas de la verde ribera ciezana. Aprisa me interno por la galería que forman los olmos centenarios que flanquean la vieja carretera de Mazarrón. Es como si lo abandonara todo, como si dejara atrás un mundo hermético.

  Acelerando el paso, llego al Maripinar, donde varias mujeres limpian el polvo de sus portales con la fresca. Vuelvo la cabeza por última vez hacia el pueblo y las palmeras de la casa de las Delicias lo envuelven en un horizonte morisco, tenue, rasgado por el humo de una lumbre campesina. 

  Desde allí, en cuesta, paso por el rincón de Mula volando. Luego planeo por el cruce del pantano y desciendo hasta la venta del Jinete. A su paso se huele el café que sirven a los parroquianos, mezclado con el olor del jazminero de la puerta. Voy verdaderamente rápido. Sigo el asfalto agrietado de esa vieja carretera que va al salto de Almadenes. El negror del asfalto termina por fin en un camino reseco y polvoriento, después de un tránsito de campos idílicos serpenteados por el cañar y las alamedas de ese río maestro que enseña el verdor a sus tiernos regadíos.   
    
 La higuera de verdales que hay en el muro del canal de la central hidroeléctrica de Almadenes me ha reservado un puñado de higos madurados a la luz de la luna de anoche. La luna creciente de este largo mes de octubre, cálido y seco. Este será mi almuerzo. Qué sería de mí sin el dulzor de sus frutos.   
                                    
 Ya voy andando de nuevo, tropezando con las piedras, subiendo la cuesta que se interna entre las primeras lomas de pinos. Paso por las casas viejas de labor que tuvieron la suerte de ser reconstruidas para el recreo del fin de semana, custodiadas por perros que me ladran con insistencia. Alcanzo la casa que reconstruyó el Abercoque, con su bandera de España al viento, y un poco más allá, me interno en el monte.   
Camino despacio, sintiendo la sutileza de todo lo que veo. Esa corteza de un pino, los frutos rojizos de la sabina, las puntiagudas acículas de un enebro. Me recreo con las formas que la erosión ha creado en la piedra caliza. Rozo una jara y toco unas hojas secas de mirto. Encuentro una pluma de rapaz sobre una esparraguera y noto que me llega un suave olor a romero. Suficiente para levantar la vista y ver la parte más alta de la sierra de la Palera, cerrando el circo kárstico de los Losares. Con las lomas amontonándose delante, llenas de pinos y barrancos, soy capaz de sentir muchas cosas. Siento la dureza poderosa, ese suelo cargado de energía, la sinergia que me hace relacionarme con la vigorosa vegetación que me rodea.


    La dirección que ha escogido mi intuición me ha llevado por casualidad a la vieja cantera de los Losares. He llegado casi soñando a este lugar abandonado en su propio aislamiento. Hace más de treinta años que terminaron de explotarla. La veta de mármol reluce de repente entre las lomas rocosas, pardas y grises, entre higueras y pinos carrascos. Es un lugar fantástico donde sobrecoge el silencio. Sin ser su obra colosal, su ámbito inmaculado reviste el entorno de cierta grandiosidad. La vegetación aprovecha los resquicios y las grietas, entre la blancura de la materia rocosa, adornando con su viveza las superficies pulidas por la abrasión de las máquinas que cortaron el mármol. Esbeltas sabinas quieren guardar la ebúrnea arquitectura minera, prosperando con sus raíces sobre la esterilidad pétrea, rodeadas de pequeños jardines con un caótico sentido. La cantera fue escavada en una ladera ancha, de la cual se fueron extrayendo filas de bloques, y cuando se abandonó, se había logrado hacer una mueca escalonada, que completaba un semicírculo irregular. Al contemplarla, mezclo en mi mente su conjunto inmóvil con conceptos que asimilé y retuve en mi memoria de lugares antiguos, para imaginar la estructura de un anfiteatro grotesco y asombroso. Tres escalones y una gran superficie en un primer nivel, rodeada de bloques que no llegaron a explotarse, crean el extraño recinto, notoriamente artificial, pero naturalizado por el tiempo y la desidia del hombre. El primer escalón, de unos cinco metros de altura, muestra su pulida pared sin ninguna impureza, lo mismo que el segundo, que debe medir unos seis metros de altura. El tercer escalón, atravesado por varias grietas de diverso tamaño, de sobra llega a medir los ocho metros, elevándose hasta la superficie grisácea de la loma. Horadando con la vista el mármol me imagino un perfecto graderío. La explanada completamente lisa, a los pies de estos escalones, puede dar cabida a la orquesta y la podría acoger, iniciando la primera parte de la cávea. Un sinfín de bloques de distintos tamaños se hayan esparcidos por los alrededores de la cantera. Solo habría que darles cierto orden, remodelando su ubicación y alzándolos unos sobre otros hasta poder crear una superficie plana, y conseguir la escena con un magnifico pódium. La acústica sería impresionante.

   Cuando me dirijo hacia el centro, tengo que ponerme las gafas de sol para que mis ojos no se deslumbren con la intensidad de los reflejos de la blancura del mármol. Me he colocado a unos diez metros de la pared del primer escalón. Siento unas vibraciones especiales. Aquí, un orador amplificaría su voz con absoluta perfección y llegaría a los oídos de los hipotéticos espectadores con absoluta nitidez, hasta las últimas gradas. Deseos me entran de ser yo ese orador. Que las aves sobrevolaran el lugar para oírme, que salieran los reptiles que habitan las grietas del mármol para escucharme, y que los insectos fabulosos me entendieran. Las vibraciones de mi voz volverían a cortar el mármol con el cincel de los sueños y las notas agudas que saldrían de mi garganta llegarían a esculpir, en los relieves imaginados, las formas clásicas de las musas. Me gustaría saber de memoria algún acto de una obra de teatro antiguo para hacer temblar con mi voz estas piedras, cuyos oídos quiero despertar. Pero callo y solo se oye los ladridos de un perro lejano acompañado de los graznidos de las grajas del lugar. 

           

    La cantera todavía quiere descubrir los mármoles que la superficie rocosa ocultaba. La mente juega con la blancura metamórfica elevando columnas y arcos. La imaginación crea en la materia compacta figuras que se muestran alevosas con la intransigente realidad. Hasta que todo se desmorona y vuelve la percepción a sentir los bloques imperfectos y quebrados, tal y como quedaron, entre paredes sin orden y escalones dispares. 
                                                                           
   El entorno puede más que las ansias que propone el conocimiento. El sol es cegador. El calor ha aumentado y se concentra en la superficie de la cantera. Y termino de soñar. Es como si se hubiera abierto una puerta hacia una realidad figurada, construida a prisa por la mente, para satisfacer las ansias que ejecutan los sentidos, unidos ya a la memoria intransigente. La puerta de esa proposición fantástica se cierra de golpe evitando que el conocimiento se disloque.    
  
  Me protejo del sol a la sombra de un pino y observo el lugar desde esa nueva perspectiva. Veo que, verdaderamente, la cantera es lugar sumamente especial, un escenario fantástico, capaz de acoger a los poetas, a los actores y a todos los duendes de las artes. Pero la realidad me estremece, su fuerza arruina cualquier atisbo imaginativo que pueda superar la dureza del mármol. Mejor así, otras necesidades de la mente hacen desaparecer los mármoles incipientes. Por su propio peso ese lugar agrandado desparece y el tiempo devuelve los espacios a la poderosa realidad, donde la capacidad sensorial se impone a todo pensamiento abstracto.

   No sé si me oirá alguien, me da igual. Antes de regresar al mundo por el mismo camino que vine, me apetece elevar por última vez la voz con fuerza:
¡Adiós poetas naturales! ¡Adiós sabinas expectantes, higueras guardianas de la realidad, pinos de las razones enfrentadas! ¡Adiós mármol insigne, intemporal materia de los sueños!  



© Pedro Diego Gil López


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