La entrada del mes de noviembre, y prácticamente
todo él, suponía para muchos calasparreños un cambio de hábitos que se
reiteraban año tras año durante una época significativa, llevándose a
cabo una serie de actividades que pertenecen al patrimonio cultural histórico
local; entre ellas estaban la literatura
oral de connotaciones tenebristas y otra menos conocida hoy, pero que tuvo gran importancia
entre quienes le daban forma y fondo: la creación de un farol para las ánimas, que
considero de un importante valor cultural, tanto como para incluirlo dentro de la cultura
vernácula de Calasparra.
Este farol vegetal hecho por las mujeres, poseía
unas determinadas características que, visto hoy, le aportan singularidad y
marcan una diferencia con cualquier otro objeto que actualmente se transforme para conmemorar el Día de Todos los Santos y el Día de Difuntos.
El «farol de las ánimas» era una sandía (llamada popularmente por entonces
melón de agua) vaciada, con unos dibujos realizados en la capa verde de la
corteza sin llegar a traspasar la pared blanca del interior. Eran figuras de
alegría y de vida, y simbólicamente esenciales: sol, luna, estrellas y flores;
concebidas para llevar iluminación a
todos los espíritus: a los que pudieran estar penando por alguna causa en
el purgatorio, y como recuerdo para los
que habitaran en un plano superior. Dentro se le encendía una luz que traspasaba la blancura opaca en las formas
dibujadas.
Este farol representaba un viaje iniciático y lúdico para los niños hacía la comprensión de un más allá de la
vida tangible y visible, construido desde la impregnación del catolicismo que envolvía el vivir cotidiano de la mayoría de las familias,
pero que también enlazaba a necesidades más ancestrales.
© Rosa Campos Gómez
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