Pedro Diego Gil López
Conozco lugares que han quedado perdidos en
el abandono. Ayer mismo, con una extraña insistencia, llegué a uno de ellos.
Fue a través de un paseo involuntario, avanzando por un camino intransitable,
algo difícil de hallar. Los pasos que di iban en una dirección auspiciada por
la lasitud del pensamiento. Quizás no sea algo apto para cualquiera sentir tal
predisposición. No obstante, aliento a cualquiera, a intentarlo, a llegar expectante a dicho
lugar, vagando por el mismo pinar agitado por el viento, en un día similar a
este. Os lo propongo. Dejaros embargar por la necesidad de apartar con la vista
los espesos lentiscos y las coscojas, así es como empezará a añadirse a
vosotros la carga motivadora del entorno. Y de esa forma, oliendo el musgo y el
romero, aparecerá como una suerte, a lo lejos, una torre con troneras cableadas
entre las copas de los pinos.
La edificación te guiará hasta imaginar un lugar distinto, en el entorno
de su ámbito arruinado. Sólo unos pasos más y llegarás a esa construcción
impensable. Tendrás que girar hacia arriba un último tramo del camino, hasta
llegar a la fachada soleada, que ya deseas descubrir. Verás la torre de un
viejo transformador de la luz y, adosada a él, una pequeña casa con unos corrales.
Y curioso, subirás el poyo que da acceso a la puerta desvencijada del
trasformador. Apenas quedan en su interior algunos restos de los aislantes de
cerámica que sujetaban los cables de la poderosa electricidad. En sus paredes
están anotadas las fechas concretas de los años que definen su historia. Dentro
se siente cierto cobijo ante las fuertes ráfagas de viento, mientras se agita
la espesa vegetación circundante. En la pared de la izquierda se lee:
Cañaverosa. Y en la pared de la derecha: Sorbente (textualmente copiado de la
pared, y no solvente; palabra que parece inventada, mezclando los verbos sorber
y solventar, para dar sentido a un lugar eléctricamente poderoso). Allí coge
aliento para volver a salir al exterior.
Junto al transformador desahuciado está
adosada una casa con su corral. La mitad de su techumbre está derrumbada, pero
la parte principal de la casa aún mantiene el tejado intacto. Al cruzar el
umbral se ve el viejo hogar perdido, que alguien pudo haber habitado hasta un
tiempo imperecedero. Ya frente a su chimenea, vuelvo a descansar del malestar
que causa el viento. Aún podría encenderse el fuego que en el pasado calentó
estas estancias. Las blancas paredes que aún ampara el ruinoso techo de la
casa, son como las hojas de una pobre libreta donde se escribió con distinto
interés, con algún carbón, o raspando sobre el yeso, un montón de micro
relatos, muchos de ellos con la firma de su autor y la fecha de su ejecución. Uno
de ellos reza: “Esta casa se construyó el año 1944 por el maestro Bomba” En
otro: “Antonio Sánchez, Roque Llorente, Francisco Abril, Lázaro Sánchez –Todos
Guarda Líneas desde 1944–” En las paredes aparecen raros dibujos entre las
telarañas, que dan a imaginar extrañas apariencias. Detrás de la puerta
desvencijada hay grabado un mensaje que dejaron los hijos del Guarda Línea, niños
que allí vivieron, años que se intuye felices, y que regresaron convertidos en
adultos, para escribir con pasión sobre la imperturbable blancura del yeso un “Aquí
vivió 30 años” Antonio S. M., y crio 4 hijos. Firma el mayor de ellos, Antonio,
el 30-9-95; o un “Yo viví aquí 10 años” firmado por una tal Lola S. Letras
escritas con la cadencia que permite rememorarse a sí mismos. Estos hijos de
guarda línea regresaron un día, ya de adultos, para volver a ser niños
alargando los recuerdos, objetando con añoranza datos de una constancia perdida.
En las ventanas aún brilla el sol como debía hacerlo el día que se abandonó
la casa. El viento deja de insistir con su fuerza, respetando su ruina,
esperando una amenaza mayor de las lluvias y el tiempo para terminar de quebrar
la techumbre.
Salgo
de nuevo a la puerta y recorro la longitud de sus paredes, hasta que dejo vagar
la vista sobre un montón de aislantes, extraños objetos de vidrio o de
cerámica, destrozados y acumulados como un residuo intemporal. Rebuscando aún
encuentro alguna pieza intacta, que observo con especial detenimiento. Higueras
y almendros formaban un arbolado cultivado en pequeñas olmas de piedra, ahora
naturalizado entre el espeso pinar y las abundantes coscojas. La electricidad
que cruzó por los cables aéreos del transformador, puede que dejara una huella
electromagnética en el lugar, que aún perdure hoy día creando un espacio
extraño, donde poder pensar de una forma distinta a lo normal. No deja de ser
una sugerencia demasiado fantástica, que quizás se manifiesta al sentir allí
esa tranquilidad necesaria para poder pensar abiertamente y poder dialogar con
uno mismo. De ese modo, observando, rememorando, indagando a solas, quizás, tú,
también descubras ese lugar, como he hecho yo, y el paseo te haga pensar de una
forma relajada y en paz contigo mismo.
El viejo transformador de la Sierra del Oro es uno de esos lugares
desaparecidos. Desde lejos, apenas se ve el tejado de su torre y la última
columna de su línea eléctrica. He llegado a él como la primera vez, un día
ventoso, cuyas ráfagas doblaban las ramas de los pinos con fuerza, deslizándome
entre los lentiscos y los espinos que se han apoderado del estrecho camino, que
conduce hasta su ámbito arruinado.
Para llegar a él hay que subir por el camino que nace a la izquierda, al
mismo pasar el puente Meco, en la carretera de Mula, viniendo desde Cieza. Después
de pasar las huertas y llegar a las primeras lomas de monte, habrá que dejar el
camino de la izquierda, que sube a la restaurada casa del Madroñal, y avanzar
por el de la derecha, hasta que se vea otro camino que vuelve a subir a la
izquierda del principal y que pasa junto a una casa derruida con un enorme
corral. Y subiendo, subiendo, a la derecha…, encontradlo vosotros mismos.
© Pedro Diego Gil López