domingo, 12 de octubre de 2014

EL HOMBRE QUE SE COMIÓ SUS BOTAS (LENTAMENTE)


   Jesús A. Salmerón Giménez

    "Nuestra época se abandona al demonio de la velocidad, y por este motivo se olvida tan fácilmente de sí misma. Pero yo prefiero darle la vuelta a esta afirmación: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar, y para realizar tal deseo se abandona al demonio de la velocidad; si acelera el paso es porque quiere hacernos entender que ahora ya no aspira a ser recordada, que está cansada de sí misma, disgustada consigo misma; que quiere apagar la trémula llama de la memoria”.
                                     Milan Kundera


   Cuando el mes pasado saltó la noticia a los medios de comunicación de todo el mundo, que un equipo canadiense había hallado uno de los dos barcos de la expedición del explorador británico sir John Franklin, desaparecida en 1845 en el Ártico (Es un hallazgo sensacional. La búsqueda de esa expedición, que parecía haberse esfumado, ha obsesionado al mundo desde que se perdió. Innumerables misiones fueron enviadas tras su estela, provocando, en una nefasta cadena, nuevas desapariciones -Jacinto Antón, El País, 14 de septiembre de 2014), inmediatamente me vino a la memoria un libro que leí ávidamente en 1990 y  que me dejó una huella imperecedera: El descubrimiento de la lentitud, del escritor alemán Sten Nadolny.


   En esta espléndida novela se narra la historia de John Franklin, marino y explorador británico nacido en 1786 y muerto en 1847, durante una tercera expedición al Polo Norte, mientras regresaba de buscar el paso del Noroeste (en la que desapareció toda la expedición: 128 hombres y dos barcos, el HMS Erebus y el HMS Terror). A este hombre intrépido, que se convirtió en un héroe de su tiempo, y fue protagonista de historias extraordinarias, la prensa británica le llamó “el hombre que se comió sus botas” (con motivo de su regreso de una expedición, en la que al menos dos de los miembros de la expedición fueron asesinados por sus compañeros, los hombres acabaron masticando cuero de sus zapatos y se sospechó de casos de canibalismo).


    Pero, con ser admirable la biografía de este gran descubridor, lo relevante del libro, lo que en él nos llama poderosamente la atención (así recuerdo yo aquella remota lectura), sin duda es la increíble descripción de la forma en como actuaba el protagonista. El autor ­­­lo presenta como una persona "lenta" en todos sus actos y pensamientos. Nuestro protagonista, John Franklin, padecía de lentitud. A los diez años de edad no era capaz de coger ni una pelota. Su percepción de la realidad poseía otro tiempo y también otra perspectiva, “aunque nunca hacía ni pensaba dos cosas distintas a la vez”. Con su ritmo personal de discurrir, se hace marinero: “No se cansaba nunca de observar el color de las aguas, el telón de la línea de costa, la eterna recta del horizonte”. El conflicto con los franceses lo sorprende en altamar y entonces descubre que “La guerra va demasiado despacio para todo el mundo…”. Con el tiempo, y tras amargas y también emocionantes experiencias (entre ellas, la batalla de Trafalgar), John Franklin irá creando lo que llamará “método o sistema Franklin”, es decir, una manera lenta pero efectiva y, aún más, precisa, de entender los asuntos de la vida.

   John Franklin es un héroe cuya fortaleza no reside en la rapidez sino, todo lo contrario, en la lentitud de su discurso y de su pensamiento. Gracias a su tiempo peculiar, resuelve problemas que, afrontados con premura, hubieran derivado en consecuencias fatales. La geografía polar y, más que nada, la expedición, lo llenan de alegría: “Sólo ansiaba seguir así en el camino, igual que ahora, en un viaje de descubrimiento, hasta que acabara su vida. Un sistema Franklin de vivir y de pilotear”. (Gomís).

   Este “sistema Franklyn” sirvió de inspiración al conocido movimiento Slow, que  tiene su génesis en la Plaza de España romana, en el año 1986., cuando el periodista Carlo Petrini se topó con la apertura de un conocido establecimiento de comida rápida en ese enclave histórico de la capital italiana, y algo se removió en su interior. La respuesta no se hizo esperar, fundándose la semilla del movimiento Slow Food: La idea era simple; proteger los productos estacionales, frescos y autóctonos del acoso de la comida rápida y defender los intereses de los productos locales, siempre en un régimen sostenible, a través del culto a la diversidad, alertando de los peligros evidentes de la explotación intensiva de la tierra con fines comerciales. Tras Slow Food, aparecerían nuevas aplicaciones a otros ámbitos esenciales de nuestras existencias como el sexo, la salud, el trabajo, la educación o el ocio que acabarían por conformar las áreas de influencia del movimiento Slow.” (www.movimientoslow.com).

   Este movimiento, como una marea lenta, se ha ido extendiendo por el mundo y su popularidad actualmente es considerable: son numerosas las ciudades que se han adherido a la propuesta de Città Slow. La filosofía de Franklyn, según Sten Nadolny: ("Soy amigo de mí mismo. Me tomo en serio lo que pienso y siento. El tiempo que dedico a ello nunca pasa en vano. Y me parece bien que los demás hagan lo mismo") ha sido seguida por esta iniciativa, que promueve un comportamiento conscientemente lento, parsimonioso, para hacer justicia a las personas, a la naturaleza y al entorno físico.


     Mucha gente quiere ser más lenta, nos dice Sten Nadolny, esto es, quiere ser más libre y dueña de su destino. Están presos de los ritmos de producción o tienen que esperar, esperar, sin hacer nada. Las posibilidades de vivir son cada vez más estrechas, y nuestra vida es gobernada por decisiones que no hemos tomado.
   La lentitud nos concede tranquilidad, un ritmo pausado que nos permite ser más creativos en el trabajo y en la vida, tener más salud, poder conectarnos mejor con el placer y con los otros. Si queremos ser felices, hay que reaprender el arte de vivir.         John Franklyn, extraordinario marino, veterano de grandes exploraciones árticas y profeta del movimiento Slow, por siempre navegará (lento) en nuestro recuerdo.


 © Jesús A. Salmerón Giménez

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