Jesús A. Salmerón Giménez

Como quien no quiere la cosa, como una noticia más de las que pare y engulle vertiginosamente esta sociedad de la información en la que estamos inmersos, leo, en un artículo de Facebook, que la escritora Adelaida García Morales ha muerto. En la misma página (El año de la ballena,) se publica una foto de la escritora de joven (el bello rostro, un tanto anguloso, huidizo; los ojos negros, hondos como la insondable noche, velados de misterio y, me parece, un fondo de tristeza), y la vista se me nubla y me quedo inmóvil frente a la pantalla muda y neutra del ordenador, paralizado por la tremenda noticia que -ajenos, indiferentes-, me acaban de traer los heraldos negros de Facebook.
Cuando reacciono, y recobro la noción
del tiempo y los objetos de mi habitación se tornan de nuevo familiares, sigo
leyendo la noticia: Este lunes, día 22 de septiembre,
falleció en Sevilla la escritora ADELAIDA GARCÍA MORALES. Autora poco conocida,
gozó sin embargo con el beneplácito del público con su relato "El
sur", (…) Llevaba más de una década alejada
del mundo editorial y a pesar de que haya muerto sin apenas reconocimientos,
Adelaida García Morales tiene, a nuestro entender, un lugar importante dentro
de la literatura española de finales de siglo XX. Descanse en paz.
La
breve reseña, sin embargo, desata una extensa onda expansiva en mis recuerdos…
Todo empezó con El sur, película dirigida por Víctor Erice, quien fuera durante
años la pareja de Adelaida. De este director de culto, siempre se destaca como
una obra extraordinaria (y lo es) El espíritu de la colmena, sin embargo, el
filme que me produjo una honda emoción fue sin duda El sur, que actuó en mí
como prescribe Kafka debe hacerlo todo buen libro:(…) tiene que ser un hacha que
rompa el mar de hielo que llevamos
dentro. Cuando la vi por primera vez, en un cine de estreno de
Madrid, en el remoto invierno de 1983, esta historia de un padre y de una hija
me conmovió profundamente. En su hondo misterio, en su profunda verdad esta -lírica,
luminosa, legendaria- película, encarna para mí los arcanos del cine y de la
vida. Recuerdo todavía que salí de la sala conmovido, sin notar apenas el frío
mesetario de Madrid, y lo primero que escuché, y rompió el hechizo
que todavía perduraba, fue a varios espectadores vocingleros comentando que la
película era más lenta que el caballo del
malo. Esta calificación peyorativa me llegó al alma: Les dije que estaban
haciendo otra versión, pero esta vez con los actores en bicicleta. (Nos
separaron, no llegó la sangre al Manzanares). Cómo explicar que la cadencia que
imprime Erice a sus imágenes (“dejar pasar el tiempo”) es el sustrato de su
mirada poética: sin ella, la conmovedora potencia de algunas
imágenes de la película nunca tendría lugar.
Después
supe de la existencia del libro (editado por Anagrama, junto con otro relato corto de Adelaida, Bene) y me lancé a él: y de alguna forma
multiplicó las impagables sensaciones de la película: el trazo hondo y luminoso
de la historia estaba ahí y además continuaba (Estrella –Adriana en la novela-
viaja al sur, a Sevilla: Ciudad, hecha de piedras
vivientes, de palpitaciones secretas... Y los habitantes que albergaba parecían
emanados de ella, modelados por sus manos milenarias").

Y
luego vino El silencio de las sirenas, una historia que transcurre en las
Alpujarras, donde la autora vivió retirada cinco años. En esa
remota aldea, una joven vivirá una desmesurada historia de amor con un hombre
que conoció fugazmente y que reside en Barcelona. La mujer, entregada al
cultivo de la soledad, fantasea una pasión amorosa que nunca se cumplirá. Una
pequeña gran novela, con la que obtuvo en 1985 el prestigioso premio Jorge
Herralde de
Novela, y en la que la autora nos vuelve a poner de bruces con el misterio (La vida como un misterio indescifrable.
Y algunas personas, arrastrando ese misterio hasta el fin de sus días).
Y ya,
incomprensiblemente, no volví a leer nada de esta autora cuya sensibilidad,
belleza e inteligencia marcaron una época de mi juventud. La descripción que
hace de Gloria Valle,
la mujer amada por el padre de Adriana, que posee "una belleza que
no parecía venir sólo de su rostro ajado, sino de muy adentro, de algún lugar
de su interior que, sin duda alguna, se había salvado del tiempo",
se podría aplicar a esta espléndida mujer que, como quien no quiere la cosa,
sin hacer ruido, nos ha dejado para siempre.
Víctor
-como por fruto de una maldición, o que prosperó ese
mantra de “lento”, ese sambenito que le colgaron tempranamente, y que marcaría
para siempre la carrera de unos de los más grandes directores de cine que ha
tenido este país-, después de esa obra maestra inacabada (como él la
consideraría siempre), no volvería a filmar un largometraje de ficción (rodó la
maravillosa El sol del membrillo, un documental experimental: la historia del
artista Antonio López que trata de pintar, durante la época de maduración de
sus frutos, un membrillero que hace tiempo plantó en el jardín de la casa que
ahora le sirve de estudio – un empeño memorablemente frustrado de “detener el
tiempo”-). Hubo un intento fallido de llevar al cine El embrujo de Shangai de
Juan Marsé que no llegó a concretarse (al final fue Fernando Trueba quien la
llevó a las pantallas). Y hasta ahora. Este inmenso director, de la estirpe de
Dreyer, Ozu o Mizoguchi, es despreciado en este extraño país, que nos priva de
sus maravillosas películas, de su extraordinaria poesía visual, sobrados como
andamos de grandes directores de cine.
Así nos va.
© Jesús A. Salmerón Giménez
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