sábado, 25 de octubre de 2014

ADELAIDA Y VÍCTOR

Jesús A. Salmerón Giménez



   
Como quien no quiere la cosa, como una noticia más de las que pare y engulle vertiginosamente  esta sociedad de la información en la que estamos inmersos,  leo, en un artículo de Facebook, que la escritora Adelaida García Morales ha muerto. En la misma página (El año de la ballena,) se publica  una foto de la escritora de joven (el bello rostro, un tanto anguloso, huidizo;  los ojos negros, hondos como la  insondable noche, velados de misterio y,  me parece, un fondo de tristeza), y la vista se me nubla y me quedo inmóvil  frente a  la pantalla muda y neutra del ordenador, paralizado por la tremenda noticia que -ajenos, indiferentes-, me acaban de traer los heraldos  negros de Facebook.


 Cuando reacciono, y recobro la noción del tiempo y los objetos de mi habitación se tornan de nuevo familiares, sigo leyendo la noticia: Este lunes, día 22 de septiembre, falleció en Sevilla la escritora ADELAIDA GARCÍA MORALES. Autora poco conocida, gozó sin embargo con el beneplácito del público con su relato "El sur", (…) Llevaba más de una década alejada del mundo editorial y a pesar de que haya muerto sin apenas reconocimientos, Adelaida García Morales tiene, a nuestro entender, un lugar importante dentro de la literatura española de finales de siglo XX. Descanse en paz.

   La breve reseña, sin embargo, desata una extensa onda expansiva en mis recuerdos… Todo empezó con El sur, película dirigida por Víctor Erice, quien fuera durante años la pareja de Adelaida. De este director de culto, siempre se destaca como una obra extraordinaria (y lo es) El espíritu de la colmena, sin embargo, el filme que me produjo una honda emoción fue sin duda El sur, que actuó en mí como prescribe Kafka debe hacerlo todo buen libro:(…) tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro. Cuando la vi por primera vez, en un cine de estreno de Madrid, en el remoto invierno de 1983, esta historia de un padre y de una hija me conmovió profundamente. En su hondo misterio, en su profunda verdad esta -lírica, luminosa, legendaria- película, encarna para mí los arcanos del cine y de la vida. Recuerdo todavía que salí de la sala conmovido, sin notar apenas el frío mesetario de Madrid,  y  lo primero que escuché, y rompió el hechizo que todavía perduraba, fue a varios espectadores vocingleros comentando que la película era más lenta que el caballo del malo. Esta calificación peyorativa me llegó al alma: Les dije que estaban haciendo otra versión, pero esta vez con los actores en bicicleta. (Nos separaron, no llegó la sangre al Manzanares). Cómo explicar que la cadencia que imprime Erice a sus imágenes (“dejar pasar el tiempo”) es el sustrato de su mirada poética: sin ella, la conmovedora potencia de algunas imágenes de la película nunca tendría lugar.


     Después supe de la existencia del libro (editado por Anagrama,  junto con otro relato corto de Adelaida, Bene) y me lancé a él: y de alguna forma multiplicó las impagables sensaciones de la película: el trazo hondo y luminoso de la historia estaba ahí y además continuaba (Estrella –Adriana en la novela- viaja al sur, a Sevilla: Ciudad, hecha de piedras vivientes, de palpitaciones secretas... Y los habitantes que albergaba parecían emanados de ella, modelados por sus manos milenarias").



     Y luego vino El silencio de las sirenas, una historia que transcurre en las Alpujarras, donde la autora vivió retirada cinco años. En esa remota aldea, una joven vivirá una desmesurada historia de amor con un hombre que conoció fugazmente y que reside en Barcelona. La mujer, entregada al cultivo de la soledad, fantasea una pasión amorosa que nunca se cumplirá. Una pequeña gran novela, con la que obtuvo en 1985 el prestigioso premio Jorge Herralde de Novela, y en la que la autora nos vuelve a poner de bruces con el misterio (La vida como un misterio indescifrable. Y algunas personas, arrastrando ese misterio hasta el fin de sus días).

   Y ya, incomprensiblemente, no volví a leer nada de esta autora cuya sensibilidad, belleza e inteligencia marcaron una época de mi juventud. La descripción que hace de Gloria Valle, la mujer amada por el padre de Adriana, que posee "una belleza que no parecía venir sólo de su rostro ajado, sino de muy adentro, de algún lugar de su interior que, sin duda alguna, se había salvado del tiempo", se podría aplicar a esta espléndida mujer que, como quien no quiere la cosa, sin hacer ruido, nos ha dejado para siempre.


 Víctor -como por fruto de una maldición, o que prosperó ese mantra de “lento”, ese sambenito que le colgaron tempranamente, y que marcaría para siempre la carrera de unos de los más grandes directores de cine que ha tenido este país-, después de esa obra maestra inacabada (como él la consideraría siempre), no volvería a filmar un largometraje de ficción (rodó la maravillosa El sol del membrillo, un documental experimental: la historia del artista Antonio López que trata de pintar, durante la época de maduración de sus frutos, un membrillero que hace tiempo plantó en el jardín de la casa que ahora le sirve de estudio – un empeño memorablemente frustrado de “detener el tiempo”-). Hubo un intento fallido de llevar al cine El embrujo de Shangai de Juan Marsé que no llegó a concretarse (al final fue Fernando Trueba quien la llevó a las pantallas). Y hasta ahora. Este inmenso director, de la estirpe de Dreyer, Ozu o Mizoguchi, es despreciado en este extraño país, que nos priva de sus maravillosas películas, de su extraordinaria poesía visual, sobrados como andamos de grandes directores de cine.
Así nos va.



 © Jesús A. Salmerón Giménez

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