Pedro Diego Gil López
El monte del Picarcho se alza con
su epígrafe rocoso en los confines de la geografía ciezana y con su agudo risco
apunta indefinidamente hacia las trazas de nubes blancas que el viento alarga
hasta un combado horizonte, en un cielo cegador y azul. De él descienden miles
de pinos, que son hijos suyos y que se ven como pompas verdes en los barrancos
desgajados, sobre las lastras pretéritas, entre el oleaje del espartizal
terroso, interpretando la música del cierzo que sopla en sus tardes imposibles.
Las piedras rosadas de su cumbre, en la mañana, se elevan formando una falsa
pirámide, con una altitud extrañamente irreal, sobre un pedestal de esfinge
inacabada, entre la erosión y los derrumbes de su propia inquietud montañosa.
Una larga espera contempla el
Picarcho, una paciencia animal acecha su silueta desde la nitidez de su perfil
pétreo, cobijada en el afán de sus sombras, siempre bajo un mediodía cegador
que siega la nitidez de su imagen primitiva, convirtiéndolo en un reflejo
calcáreo, arremolinado por la reverberación que produce la aridez de la
tierra. El sol implacable deforma las
aristas de su silueta en esos largos días estivales que su tiempo ralentiza,
convirtiendo su cara en monumento de la imaginación viajera.
De un modo estacional, la evolución
pétrea del Picarcho, consigue la forma de un buque con ariete calizo, en la
niebla otoñal de sus lentos amaneceres. Se convierte en una nave que viene del
Altiplano a romper, desde la Jumilla llana y extensa, los azules que el cielo
produce con su inagotable luz. La carretera nos enseña su tamaño oportunista,
amparado falsamente en los collados que lo flanquean, desde donde descienden
sus sendas crispadas. Así, la singularidad del horizonte acoge la leyenda de la
cueva que cobija su ladera, la de los Encantados, la de la noche de San Juan,
la del ejército fantasma, custodiada por una hidra con falsa apariencia de
higuera, cuya boca mira a las llanuras del mar, ese mar de cloroplastos dorados
del atochar.
El escaso venero de la mina del
Picarcho, de agua abandonada, apenas hiere con su blandura la sequedad
reinante, hasta que más abajo, en la cañada de la Torca, mana el agua fresca
bajo pinos gigantescos, saludando con verdor de acacias y aneas el principio de
su basto paisaje.
¿Qué verán sus ojos
erosionados a través de sus ventanas rocosas y qué oirán sus oídos cavernosos? Las telarañas prolijas que hacen
sus arañas canasteras encadenan tramos hilados en la invisibilidad de la más
delicada naturaleza, cuando las gotas de rocío las delatan con su brillo
geométrico, enlazadas sobre los gamones secos, sobre las espigas doradas del
esparto, sobre los dulces tallos de romero, o entre los rabogatos y las
ajedreas. Un mundo a un lado de su afilada cumbre y al otro lado uno nuevo de
caminos pedregosos, de ríos amargos, de ramblas saladas, de tierras ameradas,
de pantanos someros. Se puede otear desde el filo de su cúspide la umbría
de cereal y los
horizontes salvajes de esa provincia de Albacete, colindante e inmensa. Y si le
damos la espalda cegados por la inerte lejanía y volvemos
a mirar el oleaje del atochar, caeremos volando por su solana ardiente y
nítida, rodando hasta las huertas de Cieza y toda Murcia.
Una maza gigantesca no lo podría
relegar a una simple llanura, bajo su Luna inmensa perduraría siempre el
espectro de su dura silueta al anochecer, siempre seguiría oliéndose a las
babas de sus caracoles soñados, cuando llovizna sobre su soledad. Y al
amanecer, las nubes rojizas de su naturaleza viva volverían siempre a hacer
volar el águila que en sus paredes anida.
Picarcho, ahí estás siempre como
faro encendido por el sol y la luna, en este azar de locura entre la tierra y
el mar.
La Venta del Olivo es la
encrucijada de carreteras que crea el vértice donde buscar su paisaje. Desde
allí hay dos direcciones tangenciales a su ubicación, una cogiendo la carretera
de Jumilla, y antes de llegar a la vieja casilla del tren Chicharra, (hoy en
día punto de venta de melocotones) lo veremos a la izquierda, cuando nuestra
vista se adentre en la llanura de espartizal que lo precede, desde la cual
ascienden varios carriles pedregosos. Otra forma de llegar a contemplar la
hondura de su paisaje y disfrutar de su pureza, es dejar atrás la venta del
Olivo y subir por la nacional 301, dirección Madrid, y antes de rematar el
puerto de la Mala Mujer, pasada la casa forestal junto a la carretera, tenemos
que coger la pista que nace a la derecha y que remonta por la ladera, aún en
buen estado, hasta deslizarse por la pequeña cadena de lomas, entre pliegues
rocosos invertidos y barrancos. Avanzando por esta pista forestal, llegaremos
al cruce del aljibe, y ya la vista se
nos irá hacia su cara piramidal, elevada sobre la corte de pinos, mientras
oímos el canto de las totovías, o el reclamo de la perdiz.
© Pedro Diego Gil López
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Pedro Diego Gil López (Cieza, 1961), realizó estudios de Formación Profesional (Administrativo) y de Capataz Forestal.
Ha publicado una novela histórica con la editorial Atlantis, titulada El pergamino de Shamat, una obra de 760 páginas. También ha publicado dos relatos breves en el periódico digital El Heraldo del Henares, en la sección Erase un cuento, titulados “La hoja de papel en blanco” y “El grillo de la suerte”, y periódicamente en la revista digital Letras del Parnaso. Finalista en el XIII Premio Internacional `Sexto Continente de Relato Negro´ 2012, con el título El viejo actor que mató a la injusticia, publicado en la Antología Matar a quienes manejan la economía (2015).
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