Jesús A. Salmerón Giménez
“Carpinteros,
cerrajeros, estucadores, albañiles: a veces les oigo discutir de su trabajo, en
el bar. Comentan las dificultades con las que tropiezan, se cuentan unos a
otros cómo las resuelven. Al tiempo, levantan paredes, ponen puertas, instalan
grifos, colocan barandillas. En lo que hace sólo unos meses era un descampado,
si pasas ahora descubres que se levanta una casa en la que alguien se asoma a
la ventana. Y desde cuyo interior llegan voces, o música. Ellos siguen hablando
en el bar sobre si han hecho una buena obra o les han obligado a hacer una
chapuza. Les envidio esa posibilidad de trabajar juntos, de poder poner a
prueba sus habilidades. Lo que dura, lo que no se agrieta, lo que soporta la
acción del agua, lo que encaja, la puerta que no cede”.
Confiesa todo esto el novelista Rafael Chirbes en "Por cuenta propia. Leer y escribir" (Anagrama) y añade este magnífico párrafo: “Entre tanto, me veo a mí mismo braceando entre sombras, incapaz de nada, vacío un día tras otro. Echo de menos esas certezas artesanas: tener los avatares del tiempo por testigos. (…) Ya sé que un libro no tiene la solidez de una casa, pero en Moscú quedan pocas casas de las que se construyeron cuando Tolstoi vivía, y de la vieja Alexanderplatz berlinesa qué quedaría de no ser por el libro de Döblin. Me digo que puedo discutir sobre la resistencia de los materiales con los obreros del bar, porque una casa y un libro son expresiones de la sorprendente dureza interior que guarda ese frágil animal humano al que cualquier accidente tumba”.
Este
fragmento -de ecos brechtianos- lo leyó Chirbes en Blanca, una tarde memorable
de primavera, en el entorno de la Fundación Pedro
Cano, situada en una excelente construcción a orillas del río Segura, y que
alberga algunas pinturas (de realismo mágico) del magnífico artista
blanqueño. Y fue realmente emotivo escuchar de boca del autor esta
oda al libro como producto del trabajo, como obra artesana.
Tras la
conferencia de este grandísimo escritor (que, en todo momento, se presentó
cercano e inmediato; que expuso con sencillez y claridad y se mostró reflexivo
y poco preocupado por la fama –como en su literatura, comprometida y solidaria
con su época, Chirbes antepone el respeto por la gente y sus personajes al
orgullo personal-), aproveché para decirle cuánto lamentaba el haberlo
descubierto tardíamente, el haber llegado tan tarde a su soberbia escritura.
“Cuando
todas y cada una de las gacetillas de folio y medio de este celebrado experto
sean menos que cagadas de moscas en papel viejo de periódico, las novelas de
Rafael Chirbes, las que ya ha escrito y las que aún faltan por escribir,
seguirán alimentando la imaginación y la inteligencia de esos lectores que no
dejan de buscar el fulgor de la vida y la pasión moral en la literatura”.
Es un fragmento del valiente y generoso
artículo que Antonio Muñoz Molina publicó en El País en 1996, en respuesta a
una "crítico" desdeñoso con la literatura de Chirbes -en relación con
la publicación de La larga marcha-,
un autor poco leído por aquella época, y que explica, pero no justifica, el
desconocimiento de una, para mí, de las cumbres de la novela española de todos
los tiempos.
Como
muchos otros lectores, conocí a Chirbes por la repercusión mediática que tuvo
la serie Crematorio. Leí el libro y
experimenté una serie de conmociones: una prosa con la dureza de un diamante,
un aluvión de talento, un torrente de frases precisas -que, como el bisturí del
cirujano, disecciona la sociedad contemporánea: la mugre y degradación que
invaden escenarios y personajes-; monólogos interiores -de una potencia y
complejidad, que habría que remontarse a su admirado Galdós para encontrar algo
parecido en nuestra literatura-; una galería inmensa de personajes
-especuladores, prostitutas, catedráticos, escritores…-.
Cuando
publicó En la orilla, me lancé ávido
a leer el libro, y no me defraudó: En la
orilla completa el retrato implacable de la destrucción de los paisajes
físicos y morales que han supuesto los últimos años en nuestro país: economía
salvaje; políticos soberbios y corruptos; empresarios avaros, depredadores
urbanísticos; ciudadanos indolentes, desconcertados o deprimidos, cada vez más
hundidos en las marismas de la desesperación. Chirbes
retorna a Misent en esta magnífica novela, y no
deja títere con cabeza. Como escribió en su día Boyero: “Te
sientes noqueado al acabar este retrato tan negro, tan profundo, tan desolador,
tan cruel, tan hermoso”.
No
he podido parar de leerlo: tanto sus novelas como sus ensayos (La larga marcha–la
interminable y lenta muerte del franquismo-; Por cuenta propia…), son siempre brillantes.
Este admirable escritor me logra atrapar de nuevo en cada libro y
me deja sin aliento, ante la emoción y el desgarro, la denuncia cuando el país
se hace trizas.
Es
conocida su admiración por el pintor Francis Bacon: “Bacon no
plantea sus retratos como una forma de representación, sino como una forma de
indagación y conocimiento, como una investigación, un diálogo con cierta
tradición pictórica y a la vez una negación a ser su esclavo o a repetirla,
además de un empecinamiento en representar la totalidad del mundo y el peso del
cuerpo del hombre”.
Retrato de George Dyer frente al espejo. Francis Bacon.
Esta
parece ser la actitud de Chirbes respecto a la literatura: una escritura
exploratoria -con un respeto escrupuloso del lenguaje-, libérrima, carnal, un diálogo
con la tradición (y consigo mismo, y con el lector) y una permanente
investigación de nuevas formas de expresión. Como sostiene
el propio autor en el ensayo El novelista perplejo, “creo que el escritor es el hombre que sabe recoger
los sentimientos, las ansiedades y deseos de muchos y expresarlos a través de
una sola voz, en un solo proyecto”.
Chirbes
es un grande, un escritor magnífico, poseedor de una prosa vigorosa, ágil, precisa,
hermosísima. Sus libros son enormemente estimulantes,
escritos por un espíritu libre y crítico, que cumple con creces el objetivo
último que asignaba Bergamín a la literatura: inquirir verdad.
Os lo
recomiendo encarecidamente.
© Jesús A. Salmerón Giménez
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