sábado, 2 de agosto de 2014

PALESTINA



Jesús A. Salmerón Giménez

"¿Te has plantado alguna vez ante los árabes para conocer su rostro? Hemos llorado por nuestra Shoah, ¿y por la suya no lloramos?".
Avot Yeshurum, poeta israelí.

    Hace unos días, animado por la buena crítica de Carlos Boyero en el diario El País, decidí ir a ver la película Omar, dirigida por el palestino Hany Abu-Assad. No sé por qué me sorprendí: la película no estaba en la cartelera de Murcia. Así se encuentra, pensé, este heroico y desdichado pueblo, que, desgarrado por el dolor, representa día a día, año tras año, una tragedia que es invisible para la comunidad internacional.
Muchos años atrás,  -aunque no tantos como lleva el pueblo palestino encadenado a un destino inexorable, a un infierno tras otro-,  en 1976, en el nº2 de la revista literaria El Caimán, el poeta murciano Lorenzo Belda (¿qué habrá sido de ti, amigo que oíste al ruiseñor, una tarde?), escribió estos versos:

         CAMPO DE REFUGIADOS PALESTINOS (PONGO POR EJEMPLO)

(…)   De todas formas,
      queda el recurso de pensar en el recuerdo
  de aquella arena que de pequeño
 se enredaba en los pies
     esperar, a que algún día se produzca el retorno,
esperar, sin ansiedad a que llegue ese día
                                  si es que llega…

   Ahí siguen, esperando...y, de vez en cuando, masacrados.  Este terrible, oscuro, drama humano nos persigue a lo largo de toda la vida, sin descanso, sin remisión: como una descarga eléctrica, recorre la columna vertebral de nuestra vida, un escalofrío que desde los albores del tiempo sacude nuestra conciencia. En la extraordinaria, desgarradora, fotografía, del sueco Paul Hansen, se muestra la ira, la tristeza, la desesperación de unos padres portando los cadáveres de sus hijos, y se erige como símbolo de la tragedia de un pueblo al que han condenado al despojo y al exilio, al ominoso destino de ser un paria en su propia tierra.





     Escribe Boyero en su crítica de la película Omar:

   El estreno de Omar, dirigida por el palestino Hany Abu-Assad, coincide con noticias especialmente pavorosas que nos llegan de Israel y Palestina. El asesinato de tres chavales judíos que habían sido secuestrados, el hallazgo del cuerpo calcinado de un crío palestino, presuntamente sacrificado en venganza por los colonos israelíes, la previsible y siempre desproporcionada respuesta militar de Israel cuando matan a uno de sus ciudadanos. O sea, la terrible historia de siempre, el renovado catálogo de barbaridades, la sensación de que esa guerra entre fuerzas tan desiguales es a perpetuidad, que algo tan razonable como una paz duradera pertenece al reino de la utopía.

   A fecha de hoy,  la matanza se ha acrecentado espantosamente: "El balance de muertos desde el comienzo de la guerra israelí sobre Gaza, el 8 de julio, se ha elevado ya a 1.262, y los heridos a más de 7.000, dos tercios de los cuales son civiles, entre ellos mujeres y niños". (El Mundo, 31 de julio de 2014). Según UNICEF: “Al menos 239 niños, 157 varones y 82 niñas, de edades comprendidas entre tres meses y 17 años murieron en las tres semanas de enfrentamiento armado entre israelíes y palestinos de la franja de Gaza”
  Sin embargo, la opinión pública internacional se mantiene impasible, olímpicamente indiferente a su suerte: la ONU, titubeante como siempre, cuando no desaparecida; la prensa, equidistante (¿Qué fue de EL PAÍS que comencé a comprar por la misma fecha que salía, a las calles de Cieza, El Caimán por segunda vez?): ponen los cohetes lanzados desde Gaza al mismo nivel que el despliegue del quinto mayor ejército del mundo sobre una población aterrorizada, indefensa, hambrienta…que cuenta los muertos por cientos. Es una de las más grandes historias universales de la infamia.
Como escribió valientemente Vargas Llosa, a propósito de la anterior masacre israelí en Gaza, en 2009: “Son esos pobres infelices, niños y viejos y jóvenes, privados ya de todo lo que hace humana la vida, condenados a una agonía tan injusta y tan larval como la de los judíos en los guetos de la Europa nazi, los que ahora están siendo masacrados por los cazas y los tanques de Israel, sin que ello sirva para acercar un milímetro la ansiada paz.”.
Me refugio en la lectura del grandísimo poeta palestino Mahmun Darwix: “Preguntas: ¿Y qué significa patria? Te dirán: Es la casa, la morera, el gallinero, las colmenas, el olor del pan, el color del cielo. Y no te privas de preguntar: ¿En una palabra tan corta caben tantas cosas…y no cabemos nosotros?”.
  Como en este maravilloso fragmento, En presencia de la ausencia, la autografía poética de Darwix, mantiene un tono elegíaco, irónico, que no busca nunca la compasión, sino que se afirma orgulloso, siempre lúcido en su desgarro.




   “Lo que fue tuyo será tu infierno" (escribe en su estremecedor libro este extraordinario poeta: voz fundamental del siglo XX). La frase, dura como un diamante, me recuerda una foto que  vi hace tiempo en EL PAÍS, firmada por el fotógrafo de la agencia France Press Mohammed Abed, que me conmovió profundamente: muestra a tres escolares de Gaza escribiendo en la pizarra agujereada de un aula completamente destruida por las bombas. Ahora no quedarán ni esas ruinas.





   "Nuestros corazones se han endurecido y nuestros ojos se han nublado". Estas palabras del periodista israelí Gideon Levy se pueden aplicar no sólo a su pueblo, sino a una comunidad internacional que calla cobardemente (y sobre todo, una Unión Europea que asiste imperturbable al desastre); nadie interviene,  y el  pueblo palestino queda a merced de su carcelero, un carcelero implacable.


    Dejo aquí este hermoso poema de Darwix,  leyenda del mundo árabe:

PASAJEROS ENTRE PALABRAS FUGACES

Cargad con vuestros nombres y marchaos,
quitad vuestras horas de nuestro tiempo y marchaos,
tomad lo que queráis del azul del mar
y de la arena del recuerdo,
tomad todas las fotos que queráis para saber
lo que nunca sabréis:
cómo las piedras de nuestra tierra
construyen el techo del cielo.

Pasajeros entre palabras fugaces:
vosotros tenéis espadas, nosotros sangre,
vosotros tenéis acero y fuego, nosotros carne,
vosotros tenéis otro tanque, nosotros piedras,
vosotros tenéis gases lacrimógenos, nosotros lluvia,
pero el cielo y el aire
son los mismos para todos.
tomad una porción de nuestra sangre y marchaos,
entrad a la fiesta, cenad y bailad...
luego marchaos
para que nosotros cuidemos las rosas de los mártires
y vivamos como queramos.

Pasajeros entre palabras fugaces:
como polvo amargo, pasad por donde queráis, pero
no paséis entre nosotros cual insectos voladores
porque hemos recogido la cosecha de nuestra tierra.
tenemos trigo que sembramos y regamos con el rocío de nuestros cuerpos
y tenemos, aquí, lo que no os gusta:
piedras y pudor.
Llevad el pasado, si queréis, al mercado de antigüedades
y devolved el esqueleto a la abubilla
en un plato de porcelana.
Tenemos lo que no os gusta: el futuro
y lo que sembramos en nuestra tierra.


Pasajeros entre palabras fugaces:
amontonad vuestras fantasías en una fosa abandonada y marchaos,
devolved las manecillas del tiempo a la ley del becerro de oro
o al horario musical del revólver
porque aquí tenemos lo que no os gusta. Marchaos.
Y tenemos lo que no os pertenece:
una patria y un pueblo desangrándose,
un país útil para el olvido y para el recuerdo.


Pasajeros entre palabras fugaces:
es hora de que os marchéis.
Asentaos donde queráis, pero no entre nosotros.
Es hora de que os marchéis
a morir donde queráis, pero no entre nosotros
porque tenemos trabajo en nuestra tierra
y aquí tenemos el pasado,
la voz inicial de la vida,
y tenemos el presente y el futuro,
aquí tenemos esta vida y la otra.
Marchaos de nuestra tierra,
de nuestro suelo, de nuestro mar,
de nuestro trigo, de nuestra sal, de nuestras heridas,
de todo... marchaos
de los recuerdos de la memoria,
pasajeros entre palabras fugaces.



 © Jesús A. Salmerón Giménez