Jesús A. Salmerón Giménez
"¿Te has plantado alguna vez ante los árabes para
conocer su rostro? Hemos llorado por nuestra Shoah, ¿y por la suya no
lloramos?".
Avot Yeshurum, poeta israelí.
Hace unos días, animado por la buena crítica de Carlos
Boyero en el diario El País, decidí ir a ver la película Omar, dirigida por el
palestino Hany Abu-Assad. No sé por qué me sorprendí: la película no estaba en
la cartelera de Murcia. Así se encuentra, pensé, este heroico y desdichado
pueblo, que, desgarrado por el dolor, representa día a día, año tras año, una
tragedia que es invisible para la comunidad internacional.
Muchos años atrás,
-aunque no tantos como lleva el pueblo palestino encadenado a un destino
inexorable, a un infierno tras otro-, en
1976, en el nº2 de la revista literaria El Caimán, el poeta murciano Lorenzo
Belda (¿qué habrá sido de ti, amigo que oíste al ruiseñor, una tarde?),
escribió estos versos:
CAMPO DE REFUGIADOS PALESTINOS (PONGO POR EJEMPLO)
(…) De todas
formas,
queda el
recurso de pensar en el recuerdo
de aquella
arena que de pequeño
se enredaba en los pies
esperar, a
que algún día se produzca el retorno,
esperar, sin ansiedad a que llegue ese día
si es que
llega…
Ahí siguen, esperando...y, de vez en cuando,
masacrados. Este terrible, oscuro, drama
humano nos persigue a lo largo de toda la vida, sin descanso, sin remisión:
como una descarga eléctrica, recorre la columna vertebral de nuestra vida, un
escalofrío que desde los albores del tiempo sacude nuestra conciencia. En la
extraordinaria, desgarradora, fotografía, del sueco Paul Hansen, se muestra la
ira, la tristeza, la desesperación de unos padres portando los cadáveres de sus
hijos, y se erige como símbolo de la tragedia de un pueblo al que han condenado
al despojo y al exilio, al ominoso destino de ser un paria en su propia tierra.
Escribe Boyero en su crítica de la película Omar:
El estreno de Omar, dirigida por el palestino Hany
Abu-Assad, coincide con noticias especialmente pavorosas que nos llegan de
Israel y Palestina. El asesinato de tres chavales judíos que habían sido
secuestrados, el hallazgo del cuerpo calcinado de un crío palestino,
presuntamente sacrificado en venganza por los colonos israelíes, la previsible
y siempre desproporcionada respuesta militar de Israel cuando matan a uno de
sus ciudadanos. O sea, la terrible historia de siempre, el renovado catálogo de
barbaridades, la sensación de que esa guerra entre fuerzas tan desiguales es a
perpetuidad, que algo tan razonable como una paz duradera pertenece al reino de
la utopía.
A fecha de hoy,
la matanza se ha acrecentado espantosamente: "El balance de muertos
desde el comienzo de la guerra israelí sobre Gaza, el 8 de julio, se ha elevado
ya a 1.262, y los heridos a más de 7.000, dos tercios de los cuales son
civiles, entre ellos mujeres y niños". (El Mundo, 31 de julio de 2014).
Según UNICEF: “Al menos 239 niños, 157 varones y 82 niñas, de edades
comprendidas entre tres meses y 17 años murieron en las tres semanas de
enfrentamiento armado entre israelíes y palestinos de la franja de Gaza”
Sin embargo, la opinión pública internacional se
mantiene impasible, olímpicamente indiferente a su suerte: la ONU, titubeante
como siempre, cuando no desaparecida; la prensa, equidistante (¿Qué fue de EL
PAÍS que comencé a comprar por la misma fecha que salía, a las calles de Cieza,
El Caimán por segunda vez?): ponen los cohetes lanzados desde Gaza al mismo
nivel que el despliegue del quinto mayor ejército del mundo sobre una población
aterrorizada, indefensa, hambrienta…que cuenta los muertos por cientos. Es una
de las más grandes historias universales de la infamia.
Como escribió valientemente Vargas Llosa, a propósito
de la anterior masacre israelí en Gaza, en 2009: “Son esos pobres infelices,
niños y viejos y jóvenes, privados ya de todo lo que hace humana la vida,
condenados a una agonía tan injusta y tan larval como la de los judíos en los
guetos de la Europa nazi, los que ahora están siendo masacrados por los cazas y
los tanques de Israel, sin que ello sirva para acercar un milímetro la ansiada
paz.”.
Me refugio en la lectura del grandísimo poeta palestino
Mahmun Darwix: “Preguntas: ¿Y qué significa patria? Te dirán: Es la casa, la
morera, el gallinero, las colmenas, el olor del pan, el color del cielo. Y no
te privas de preguntar: ¿En una palabra tan corta caben tantas cosas…y no
cabemos nosotros?”.
Como en este maravilloso fragmento, En presencia de la
ausencia, la autografía poética de Darwix, mantiene un tono elegíaco, irónico,
que no busca nunca la compasión, sino que se afirma orgulloso, siempre lúcido
en su desgarro.
“Lo que fue tuyo será tu infierno" (escribe en su
estremecedor libro este extraordinario poeta: voz fundamental del siglo XX). La
frase, dura como un diamante, me recuerda una foto que vi hace tiempo en EL PAÍS, firmada por el
fotógrafo de la agencia France Press Mohammed Abed, que me conmovió
profundamente: muestra a tres escolares de Gaza escribiendo en la pizarra
agujereada de un aula completamente destruida por las bombas. Ahora no quedarán
ni esas ruinas.
"Nuestros corazones se han endurecido y nuestros
ojos se han nublado". Estas palabras del periodista israelí Gideon Levy se
pueden aplicar no sólo a su pueblo, sino a una comunidad internacional que
calla cobardemente (y sobre todo, una Unión Europea que asiste imperturbable al
desastre); nadie interviene, y el pueblo palestino queda a merced de su carcelero,
un carcelero implacable.
Dejo aquí este hermoso poema de Darwix, leyenda del mundo árabe:
PASAJEROS ENTRE PALABRAS FUGACES
Cargad con vuestros
nombres y marchaos,
quitad vuestras
horas de nuestro tiempo y marchaos,
tomad lo que
queráis del azul del mar
y de la arena del
recuerdo,
tomad todas las
fotos que queráis para saber
lo que nunca
sabréis:
cómo las piedras de
nuestra tierra
construyen el techo
del cielo.
Pasajeros entre
palabras fugaces:
vosotros tenéis
espadas, nosotros sangre,
vosotros tenéis
acero y fuego, nosotros carne,
vosotros tenéis
otro tanque, nosotros piedras,
vosotros tenéis
gases lacrimógenos, nosotros lluvia,
pero el cielo y el
aire
son los mismos para
todos.
tomad una porción
de nuestra sangre y marchaos,
entrad a la fiesta,
cenad y bailad...
luego marchaos
para que nosotros
cuidemos las rosas de los mártires
y vivamos como
queramos.
Pasajeros entre
palabras fugaces:
como polvo amargo,
pasad por donde queráis, pero
no paséis entre
nosotros cual insectos voladores
porque hemos
recogido la cosecha de nuestra tierra.
tenemos trigo que
sembramos y regamos con el rocío de nuestros cuerpos
y tenemos, aquí, lo
que no os gusta:
piedras y pudor.
Llevad el pasado,
si queréis, al mercado de antigüedades
y devolved el
esqueleto a la abubilla
en un plato de
porcelana.
Tenemos lo que no
os gusta: el futuro
y lo que sembramos
en nuestra tierra.
Pasajeros entre
palabras fugaces:
amontonad vuestras
fantasías en una fosa abandonada y marchaos,
devolved las
manecillas del tiempo a la ley del becerro de oro
o al horario
musical del revólver
porque aquí tenemos
lo que no os gusta. Marchaos.
Y tenemos lo que no
os pertenece:
una patria y un
pueblo desangrándose,
un país útil para
el olvido y para el recuerdo.
Pasajeros entre
palabras fugaces:
es hora de que os
marchéis.
Asentaos donde
queráis, pero no entre nosotros.
Es hora de que os
marchéis
a morir donde
queráis, pero no entre nosotros
porque tenemos
trabajo en nuestra tierra
y aquí tenemos el
pasado,
la voz inicial de
la vida,
y tenemos el
presente y el futuro,
aquí tenemos esta
vida y la otra.
Marchaos de nuestra
tierra,
de nuestro suelo,
de nuestro mar,
de nuestro trigo,
de nuestra sal, de nuestras heridas,
de todo... marchaos
de los recuerdos de
la memoria,
pasajeros entre
palabras fugaces.
© Jesús A. Salmerón Giménez