Mari Carmen Cruz
Este cuento nos lo contaba mi abuela a mis
hermanos y a mí. Nos mantenía distraídos porque lo contaba con mímica y
canciones. Creo que es una versión peculiar del Tragaldabas (un “comeniños"),
que se contaba en toda España, pero que en cada zona tiene variantes diferentes.
Ésta pertenece a la tradición oral de la Mancha, concretamente a Campo de
Criptana.
Es uno de los recuerdos más bonitos que me quedan de mi abuela.
Hace ya
algunos años, en un pueblo manchego rodeado de campos y horizonte por todos sus
puntos cardinales, vivía una madre, viuda, con sus tres hijas. La casa era amplia y fresca en verano,
encalada como casi todas las del pueblo.
Comenzaba
el Otoño y la mujer gustaba de sentarse en el porche aprovechando la luz de la
tarde para realizar su labor de costurera, lo que junto a la crianza de los
animales y la explotación de algunas tierras que le dejó su difunto marido,
suponía el sustento de la familia.
Sus tres
hijas, Alodia, Rufina y Josefina se sentaban con ella, no faltando trabajo para
ninguna. Alodia
era la mayor, de piel blanca y trenzas rubias, dirigía sus ojos dulces, azules,
hacia la tela. Guiaba sus manos con precisión, siendo tremendamente hábil con
los bordados que le requerían tanto sus vecinos como los habitantes de otros
pueblos próximos, donde llegaba su fama.
Aquella
tarde, siendo ya la hora de la merienda, le pidió su madre, como de costumbre:
–Alodia, hija, ¿quieres subir a la cámara y
hacer tres catas de arrope para ti y tus hermanas?
Y sin
rechistar, Alodia, que era muy
obediente, se levantó de su silla abandonando su labor, disponiéndose a subir
las escaleras que conducían desde el patio interior de la vivienda hasta la
cámara en la planta de arriba, que hacía las veces de almacén y despensa.
Alodia ascendía tranquila los escalones de madera que chirriaban ligeramente
irrumpiendo en el silencio de la ancha estancia en penumbra. Según se acercaba
a la puerta de la despensa creía oír una voz desconocida para ella, entonando
una musiquilla.
Ya casi
al final del trayecto, cuando restaban 2 ó 3 escalones percibió claramente una
canción que alguien no paraba de repetir al otro lado de la puerta diciendo
así:
“Soy
un fraile mortilón sin capilla y sin cordón, y al que pase de esta raya me lo
trago de un tragón”.
– ¿Quién será el que ha entrado en la casa
de mi madre y a hurtadillas se ha metido en la despensa? Seguramente está
haciendo buena cuenta de las viandas que guardamos.
Pensando
así, algo agitada, abrió la puerta dispuesta a sorprender al ladrón. Pero, tras
ella, lo único que pudo ver fue una oscuridad inmensa que la abordaba y
engullía, quedándose paralizada y sin poder defenderse ni reaccionar. La casa
toda quedó de nuevo en silencio.
En el porche la madre, al ver que su hija no
regresaba con la ansiada merienda, decidió enviar a Rufina:
–¡Rufina, no sé que estará haciendo tu
hermana que tan entretenida la tiene allá arriba. Anda, sube tú y dile que se
apresure, que la pequeña tiene hambre¡
Y
Rufina, más joven que Alodia, abandonó presurosa su labor pues agradecía
tomarse un descanso. Su cabello castaño
y rizado le crecía desordenado y alegre como ella misma, y medio saltando,
medio andando se encaminó hacia el patio
interior con una sonrisa en los labios. Subía
rápida los escalones de madera que parecían responder con gemidos a sus
pisadas, cuando repentinamente se detuvo a mitad del camino. Escuchaba una
música que venía de arriba. Continuó más despacio, agudizando el oído y … ¡Sí!
, confirmó, era una canción lo que escuchaba, podía entender la letra
claramente:
“Soy
un fraile mortilón sin capilla y sin cordón, y al que pase de esta raya me lo
trago de un tragón…”
Letra
que se repetía una vez tras otra.
“¿Quién
será ese fraile?” “¿Será un amigo que mi
hermana ha invitado a merendar?” Se preguntaba.
Y
deseosa de satisfacer su curiosidad empujó la puerta que estaba entreabierta,
cuando…Todo se volvió oscuro sin que pudiera ver u oír nada más, sintiéndose
sin fuerzas para gritar o moverse. La sensación de impotencia era inexplicable
y le impedía hasta pensar en cómo defenderse.
El
tiempo pasaba y la madre de nuevo pidió a la dulce y pequeña Josefina:
– Hija,
sube tú y mira qué les pasa a tus hermanas, porque si no bajan pronto se nos va
a juntar la merienda con la cena.
Josefina
entró en el patio. No le hacía gracia verse allí sola en medio del silencio que envolvía la
estancia toda en penumbra. Destacaba sobre la mesa central la blancura de una
oca disecada que la miraba insolente con sus ojos de cristal. Mientras, el
tigre del tapiz colgado en la pared parecía pasear indolente y fiero a la vez.
Levantó
los ojos hacia la puerta de la cámara y se dirigió a ella lentamente pisando
con cuidado los escalones.
Y así
empezó a escuchar la misma canción que sus hermanas escucharon, sintiendo la
tentación de volver atrás para decírselo a su madre: “Madre he oído una voz
extraña que sale de la cámara … “ Pero siguió adelante, empujó la puerta y… el
silencio, la oscuridad y la nada se apoderaron de ella.
“Ya ha
pasado demasiado tiempo para que estas niñas sigan con sus juegos allá arriba”, se
dijo la madre, y decidió subir a buscarlas mientras guardaba unas tijeras en el
costurero. Subía
una escalera y otra y otra, apoyada su mano en la barandilla de hierro. Se
detuvo a escuchar el sonido que localizó en la parte de arriba. Parecía la
canción del fraile Mortilón. Reconoció la melodía cuando de inmediato se agitó
su respiración, dándole un vuelco el corazón, y sintió que se le subía a la
garganta. Sin pensar en lo que hacía subió aprisa y ya iba a abrir la puerta
cuando un rayo de sensatez le hizo recapacitar: “ ¿Cómo ayudaré a mis hijas si
el fraile me devora?” Y volviendo sobre
sus pasos salió de la casa, quedándose apoyada en quicio de la recia puerta que
daba a la calle. Allí comenzó a llorar repentinamente tapando con ambas manos
su cara mientras pensaba: “¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Cómo he podido olvidarme
de prevenir a mis hijas?”
Sí, eran
tan felices y su vida transcurría con tal sosiego que había olvidado advertir a
sus hijas sobre la existencia del fraile Mortilón, sobre cómo se presentaba de
repente y cómo había que evitarlo. Era suficiente ignorarle y no acercarse a él
durante un día para no ser engullido y que se marchara para siempre. Pero una
vez que capturaba a su presa era muy, muy difícil que la dejara escapar.
Y así la pobre mujer lloraba y lloraba sin
cesar con el corazón destrozado y los ojos doloridos. El sol
caía sobre la fachada de enfrente devolviéndole una blancura que la cegaba.
Tapó su cara con sus manos, intentando calmar el dolor. Acertó a
pasar por allí el barrendero del pueblo quien sorprendido se le acercó sin
tardar.
–Buena mujer, ¿qué le pasa a usted?
–¡ Ay, que hay un fraile mortilón en mi
cámara y se ha comido a mis tres hijas…! Contestó sin contener las lágrimas.
–¡ No se preocupe usted más! Yo voy a entrar,
y con mi escoba le daré de escobazos
hasta que reviente y suelte a las niñas. Ya lo verá.
El
barrendero subió las escaleras mientras se escuchaba una canción:
“Soy un fraile mortilón, sin capilla y sin cordón, y al que pase de esta
raya me lo trago de un tragón…”
Abrió la
puerta y ¡AAAUUUU!, fue atrapado y devorado.
El
tiempo pasaba. La mujer imaginó que el barrendero no había podido cumplir su
objetivo y de nuevo se hundió en el llanto, cuando volvió la esquina el
cacharrero, que viéndola en tan triste estado le preguntó:
–Buena mujer ¿qué le pasa a usted?
–¡Ay!, que hay un fraile mortilón en mi
casa, y se ha comido a mis tres hijas y al barrendero...
–¡Pues no se preocupe más, que ahora mismo voy
a subir haciendo tal ruido con mis cacharros
y cacerolas que el bicho no podrá resistirlo y no tendrá más remedio que
devolverle a sus hijas y al barrendero si quiere descansar.
Y ni corto ni perezoso subió el
cacharrero las escaleras mientras
escuchaba:
“¡ Soy un fraile mortilón, sin capilla y sin
cordón y al que pase de esta raya me lo trago de un tragón …!”
Siendo
seguidamente, nuestro amigo el cacharrero, devorado.
En ese
momento, a los ojos de cualquiera ajeno a tan dramáticos acontecimientos, el
cielo resplandecía de un azul alegre , brillante y unas pocas nubes blancas y
algodonosas se paseaban, como reinas, bajo su luz, Pero la madre no las veía ya
que sus manos tapaban sus ojos intentado ahogar el llanto.
Los suspiros y
sollozos fueron oídos por el habitante más fuerte, más vigoroso de aquellas
tierras: el toro. Irrumpió
en la ancha calle el animal, inmenso. El resonar de sus pasos semejaba al
trueno y su piel negra y brillante dejaba intuir unos músculos fuertes,
invencibles. Todo cuanto en él se veía era cierto y todo cuanto inspiraba, era
auténtico. Nadie podía estar tan capacitado como el toro para una lucha cuerpo
a cuerpo.
Ágil y
rápido se puso frente a la madre y le habló así:
–Mujer he oído que tienes problemas.
–Sí, –contestó llorando– hay un fraile
mortilón en mi casa, se ha comido a mis tres hijas, a un barrendero y a un
cacharrero …
–Pues no llores más, buena mujer, porque te
voy a ayudar.
La mujer
le miraba con un atisbo de esperanza y se apartó de la puerta para que pudiera
entrar.
El toro
cruzó el patio y subió las escaleras con decisión, hasta llegar ante la puerta
tras la que se encontraba el monstruo, mientras escuchaba su canción sin
intimidarse.
“¡Soy un fraile mortilón sin
capilla y sin cordón, y al que pase de esta raya me lo trago de un tragón…!”
Sin
pensarlo más, abrió la puerta y… desapareció en la oscuridad y el silencio que
habitaban tras ella.
Así
transcurría la tarde y la gente enterada de lo que allí ocurría comenzó a
llegar de todo el pueblo, unos para intentar ayudar a la madre y otros para
curiosear. Cada uno daba su opinión del asunto, sin aportar solución alguna.
Entre ellos avanzaba una hormiga quien preguntó a la mujer, viéndola tan angustiada.
–Buena mujer, ¿qué le pasa a usted?
–¡Ay!,
que hay un fraile mortilón en mi casa y
se ha comido a mis tres hijas, al barrendero, a un cacharrero y hasta a un
toro.
–Buena mujer yo voy a ayudarte. Permíteme
entrar y yo te libraré de ese monstruo,
–¿
Tú? Te agradezco tu intención de corazón, pero ¿cómo alguien tan pequeño podría
con él? Él es fuerte y no muestra piedad. Si te permitiera entrar, sería tu fin
también.
Pero
tanto insistió la hormiga y tan segura estaba de conseguir su objetivo que la
madre en su desesperación cedió y le permitió la entrada.
Silenciosa,
lenta a los ojos de todos, subió la escalera, deshaciéndose su imagen poco a poco mientras se alejaba hasta
que penetró por uno de los entresijos entre la puerta y el suelo.
El
monstruo no se percató de su llegada, mientras ella subía por una de sus
piernas hasta llegar al lugar que deseaba, donde la piel era más fina y
sensible. Una vez allí mordió con todas sus fuerzas. El fraile empezó a moverse
agitándose de un lado a otro con el rostro desencajado. Confundido como estaba
quería defenderse, sin saber de qué ni cómo.
La
hormiga mordía y mordía sin parar, hasta que por la enorme boca de su víctima
salieron las tres niñas, el barrendero, el cacharrero y el toro, que corrieron
hasta la calle con los demás vecinos.
La madre
y sus hijas se abrazaron, y los vecinos se abrazaron unos a otros llenos de
agradecimiento hacia los que se arriesgaron a enfrentarse a aquella bestia.
Después,
cuando pasó el alboroto, la mujer tomó a la hormiga en su mano y le habló:
–Hormiga, ¿cómo voy yo a agradecerte lo que
has hecho? Te debo la vida de mis hijas y la de mis amigos, ¿quieres una fanega
de trigo?
A lo que
la hormiga contestó cantando:
–¡Mi molinillo no muele tanto, en mi
costalillo no cabe tanto!
–¿Quieres una arroba de trigo?
–¡Mi molinillo no muele tanto, en mi
costalillo no cabe tanto!
La madre
comprendió entonces a la hormiga y
acercándola frente a sus ojos le dijo suavemente con una sonrisa:
–¿Quieres un grano de trigo?
–¡Mi
molinillo si muele tanto, en mi costalillo si cabe tanto!
Por fin
la amiga hormiga aceptó su recompensa. El sol empezó a ponerse, y sus rayos que
envolvían la tarde, se dejaban sentir cálidos y suaves. Como el abrazo de una
madre.
Y en
cuanto al fraile Mortilón, nadie sabe por donde huyó. Lo que sí sabemos es que
desde este acontecimiento ninguna persona de la zona ha tenido que volver a
vérselas con él.
v
Mari Carmen Cruz nació en Campo de Criptana (Ciudad Real). Estudió Magisterio en la Facultad
de Educación de Toledo de la Universidad de Castilla La Mancha. Reside en Cieza
(Murcia), donde trabaja como funcionaria en la Administración Pública. Le gusta recuperar cuentos e historias de la tradición oral escuchados en su niñez.
© Mari Carmen Cruz Tradición oral. Cuento.
El cuento habla de un fraile motilón, que bien podría significar que "tiene poco pelo" por haber sido tonsurado o ser calvo, o bien que es lego, es decir, que pertenece a una orden pero no puede ser ordenado sacerdote (esta opción es la que me parece más probable). La transmisión oral, desde su abuela a usted, ha transformado este adjetivo en un nombre propio.
ResponderEliminarVolveré a su blog para leerlo con detenimiento. Un saludo.
Ángel, muchas gracias por su comentario, y por la aportación que hace en relación a este cuento, enriqueciendo el conocimiento que nos llega hasta nuestros días de la tradición oral. Un saludo.
EliminarEn mi casa era el fraile motilon y no estaba en la cámara, sino en las cuevas o sótanos oscuros
ResponderEliminarEn mi casa, la canción era entonada así: Soy el fraile motilón de las carrascas de Aragón y como pases de esta raya, te trago de un tragón. Además la hormiguita también cantaba el siguiente estribillo: Y yo soy una hormiguita que vengo del hormigar y como te pegue un repizquito te hago de rebailar. También bajaban las niñas a la cueva pero a por miel y el fraile motilón se comía a un sartenero y un arriero. En cada pueblo de La Mancha se ve que había diferentes variantes. Gracias por hacernos recordar.
ResponderEliminarComo cualquier elemento de tradición oral, ya sean poemas, cuentos, leyendas,... este cuento presenta sus variantes dependiendo del lugar. Esa es la riqueza de la tradición. Que nunca se pierda. Gracias a todos los que, como Mari Carmen, dejan testimonio de ella.
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